viernes, 13 de julio de 2012

Gracias a Wes, tenemos una nueva PDP

En una industria cinematográfica en la que reinan las adaptaciones de bestsellers, las recurrentes precuelas y secuelas o versiones y revisiones y vuelta a revisionar, en la que todas las comedias románticas terminan igual, en la que los efectos especiales no tienen nada de especial, en la que el 3D marca el desarrollo de la historia, las secuencias o el posicionamiento de la cámara, Wes Anderson surge como el rarito de la clase, el que sobresale por su originalidad y su personalísima forma de contar las historias. Él no quiere parecese a nadie, hace sus peliculitas, sin que le importe el resultado de la taquilla del primer fin de semana o los millones que se puedan hacer con el merchandising. Y por eso me gusta tanto ver sus pelis, porque sé que no se parecerán a ninguna otra que haya en la cartelera, aunque se parecerá a las otras pelis de Wes Anderson, claro. Encontraré a actores ya familiares en sus aventuras, como el eterno Bill Murray o Jason Schwartzman, casi siempre los hermanos Wilson (Luke y Owen) y luego actores geniales que nunca te esperarías como Bruce Willis, Angelica Houston, Tilda Swinton, Frances McDormand o Gwyneth Paltrow. Una estética impecable, con un aire retro, tirando a rancio. Mil detalles que hacen que la película sea una delicia para la vista. Una banda sonora con mucha personalidad y presencia en la historia. Secuencias que rayan el absurdo. Y unos personajes estrafalarios, atípicos, peculiares, totalmente fuera del mainstream establecido.


Y todo eso es lo que encontré en Moonrise Kingdom. Y por eso me gustó, porque aunque no cuenta nada nuevo, el primer amor de dos niños en la pre-adolescencia, sí que lo hace de una forma diferente, arriesgada y sin doblegarse a ningún tipo de cliché establecido. Es una pequeña y deliciosa película de las que me gustan.

domingo, 8 de julio de 2012

Momento

Es una tarde perfecta de finales de mayo. Tras la siesta y el reposo, la pereza se ha instalado en ella. Prepara un cuenco lleno de cerezas y junto a la ventana, comienza a pintar las uñas de sus pies. La brisa tibia que entra por la ventana mece su pelo suelto y enmarañado. El silencio ya se ha vuelto habitual en su vida. Ese silencio de los lugares poco poblados, el silecio estival de las tardes de domingo. Ese silecio que sólo es interrumpido por un único sonido aislado, que puede ser una voz, el canto de un pájaro, una puerta que se cierra, el ladrido de un perro o las ruedas de una bicicleta que pasa a toda velocidad calle abajo. Ese pequeño momento de sencillez cotidiana le concede un tiempo de felicidad absoluta, aunque pasajera. Mientras el esmalte de sus uñas se seca, ella saborea las cerezas, dulces, tersas, insultantemente bellas y perfectas, de la única forma que puede crear la naturaleza. Entonces, balbucea el bebé, otro sonido aislado que rompe el silencio. Para ella, el sonido más bello. Pero también el sonido que le alerta de que el instante absoluto ha pasado.