sábado, 11 de agosto de 2012

La vida sin anestesia: A dos metros bajo tierra

He de reconocer que soy de lágrima fácil, el llanto no siempre implica tristeza, muchas veces es emoción, es vértigo, es subidón. He llorado y lloro con muchas películas, pero muy pocas con una serie de televisión. Viendo los últimos capítulos de A dos metros bajo tierra, he batido mi propio récord. Es una serie difícil, no apta para todos los públicos ni todas las sensibilidades. Hay que acercarse a ella sin prejuicios, esperando cualquier cosa y siendo conscientes de que en la vida nada es blanco o negro. Que las relaciones entre padres e hijos no son perfectas y pueden llegar a convertirse en pesadillas; que las de los hermanos pueden ser bastante difíciles; que las relaciones personales no se parecen en nada a las de las comedias románticas; que los matrimonios no son y vivieron felices para siempre; que el dolor existe; que la convivencia entre los seres humanos puede ser desgarradora, aniquiladora y cruel. Y sobre todo que la muerte existe, te sorprende, no sabe de edad, ni de sexo, ni de religión, ni condición ni nada de nada, sólo que es lo más certero que hay.

Y de todo eso habla A dos metros bajo tierra. Está claro que partir de la premisa de narrar la historia de una familia que regenta y vive en una funeraria en Los Ángeles, ya es pista suficiente para saber que no puede ser una familia muy convencional, los Fisher, desde luego no lo son (o sí). Pero es curioso, como una serie que comenzó siendo la serie más sexy y desconcertante de la televisión de finales de los 90, terminó convirtiéndose en un intrincado fresco que relata sin complejos, la condición humana contemporánea, en una reflexión sobre la vida y la muerte (al fin y al cabo todos los capítulos comienzan con una muerte).



Es difícil hablar de A dos metros bajo tierra sin caer en la tentación de "spoilear" la trama. Así que me limitaré a decir que la intensidad de las actuaciones, de las tramas se vuelve insoportable en la última temporada y parecen gritar al espectador: "qué puta mierda te esperabas, la vida es una putada, pero también una gilipollez así que aprende a vivir y a morir con ello, esto no es el puto Bill Cosby, no vamos a terminar comiendo perdices todos juntos alrededor de la mesa." Lo curioso es que al final, sí acaban comiendo juntos alrededor de una mesa, pero comiendo las amargas perdices de la felicidad a medias, serena, madura, una felicidad que los personajes consiguen después de haber aprendido, por fin, a vivir, aceptando sus miedos, sus defectos, sus limitaciones, sus rencores, sus imperfecciones. Todos se sumergen de verdad en la vida, donde el dolor se diluye con el disfrute, la soledad con la compañía de los que, aunque imperfectos, te quieren y apoyan, donde la familia no sólo de sangre sino de afecto, respeto y amor, donde por fin se aprende a ser generoso, a vivir y a dejar vivir, donde se aprende a aceptar la muerte como final irremediable del camino, como ya cantaron tantos poetas, como ya narraron tantos escritores...

Dos apuntes: Tiene probablemente los mejores créditos de la historia de la televisión. Su epílogo es un inspirador poema visual, la vida en 7 minutos.


lunes, 6 de agosto de 2012

Y David Chase creó la perfección



2007 fue el año en el que terminó una, por no decir, la mejor serie dramática de la televisión, Los Soprano. Por circunstancias de la vida y aplazamientos varios, no ha sido, hasta junio de 2012, cuando he terminado de verla. Sí, puede parecer mucho retraso, pero bueno, mejor tarde que nunca y al fin y al cabo, una obra maestra se convierte en algo atemporal, así que no importa mucho cuándo la veamos, ¿acaso no nos sigue fascinando El Padrino? Lo que ocurre es que a estas alturas ya se han escrito demasiadas críticas, reportajes, reseñas y hasta libros sobre Los Soprano. Para mí, esta serie es un ejemplo de cómo hacer las cosas bien, de cómo saltarse convencionalismos y correcciones políticas, algo que sólo puede estorbar en un proceso creativo. Sus capítulos son perfectos en cuanto al guión, la iluminación, la banda sonora, la realización y, por supuesto, la interpretación. Para mí, ha supuesto momentos absolutamente espeluznantes, emotivos, divertidos, emocionantes, angustiosos... Uno de mis favoritos, la escena del sofá en la que Adriana se confiesa a Christopher, me dejó literalmente pegada al sofá por su intensidad y por unas interpretaciones que merecen todos los premios posibles, en sí todo el capítulo es una oda a la narrativa audiovisual. Más de una noche me iba a la cama y las imágenes se repetían una y otra vez en mi cabeza y me dejaban una enorme desazón. Otro de mis momentos favoritos es la secuencia final que no desvelaré, pero cuyo montaje es de una absoluta maestría en el manejo del tiempo y la tensión narrativa. La escena, los planos, el tema musical y el momento final. ¡Sobervio!

La última temporada fue más intensa de lo habitual, fue como el canto del cisne que desplega su esplendor momentos antes de morir, el glorioso momento antes del final, antes de culminar una de las obras más perfectas que haya dado la televisión. Cada capítulo era una pequeña obra de arte donde lo malo y lo peor se unen para hundir nuestra confianza en las personas, para reflotarnos después con pequeños trazos de humanidad. Nunca como oposición, la grandeza, la dignidad, del honor, la nobleza o la magnanimidad iban al lado de la ruindad, la crueldad, la mezquindaz o la intolerancia. La vida misma, con unos personajes a los que amamos y odiamos a partes iguales, porque en ellos identificamos nuestra más profunda condición humana.

Sinceramente, creo que sólo se puede hablar con pasión de Los Soprano; sólo puedo defenderla fervientemente, aunque no fuese siempre fácil, sí que era imprescindible y necesaria. Dentro de unos años, la volveré a ver. Confío en que descubriré cosas nuevas, detalles sutiles que se me escaparon, nuevas genialidades de estructura narrativa o virtuosas pinceladas que le daban profundidad a una obra y unos personajes difíciles de olvidar.