miércoles, 31 de octubre de 2012

Si de miedo hablamos...

Es semana de muertos, de almas, de santos... El día 1 de noviembre, día de Todos los Santos. Día 2 de noviembre, día de los muertos. Además, ya hemos importado completa y totalmente Halloween, hoy 31 de octubre. Realmente es una época de año mágica, misteriosa, oscura, trágica, pasional... Fiestas de disfraces siniestros, visitas a los cementerios, brujas, aquelarres, conjuros, muertos vivientes... Y entre toda esta vorágine, se me ocurren dos lecturas obligadas y rescatadas del polvo de la estantería en ediciones que comienzan a amarillear a la par que cogen cuerpo y reivindican su lugar en la historia de la literatura: Sonata de otoño de Valle Inclán y El estudiante de Salamanca de Espronceda.

Sonata de Otoño

Lo confieso, es uno de los pocos textos que he leído de Valle-Inclán, fue hace mucho tiempo, en el instituto. Me cautivó. Años después lo volví a leer. Me siguió cautivando. Y ahora he repasado algunos de sus más bellos pasajes. Probalemente sea uno de lo textos más bellos en lengua española que se hayan escrito jamás. Su lírica, su poesía, su modernidad, su atmósfera... todo está perfectamente engranado sin perder un ápice de pasión. Este amor otoñal del Marqués de Bradomín, es irreverente y espeluznante, con pasajes que rayan lo perverso. He aquí un fragmento:

En una puerta, su trágica y ondulante cabellera quedó enredada. Palpé en la oscuridad para desprenderla. No pude. Enredábase más a cada instante. Mi mano asustada y torpe temblaba sobre ella, y la puerta se abría y se cerraba, rechinando largamente. Con espanto vi que rayaba el día. Me acometió un vértigo y tiré… El cuerpo de Concha parecía querer escaparse de mis brazos. Le oprimí con desesperada angustia. Bajo aquella frente atirantada y sombría comenzaron a entreabrirse los párpados de cera. Yo cerré los ojos, y con el cuerpo de Concha aferrado en los brazos hui. Tuve que tirar brutalmente hasta que se rompieron los queridos y olorosos cabellos…


El estudiante de Salamanca

Espronceda tiñó de sombras, fantasmas y demonios el mito de Don Juan. Mucho más atrevido, más terrorífico, más poético, lírico, tétrico que el famoso e insulso texto de Zorrilla, El estudiante de Salamanca siempre me ha parecido mucho más apropiado que el Tenorio para representar el día de Todos los Santos, claro que, tal vez sea demasiado transgresor para tradiciones populares. De hecho, Tim Burton debería de hacer una versión cinematográfica de este texto tan espeluznante como embaucador. Así comienza:

Era más de medianoche,
antiguas historias cuentan,
cuando en sueño y en silencio
lóbrego envuelta la tierra,
los vivos muertos parecen,
los muertos la tumba dejan.


Y estos versos pertenecen a la Parte IV

El cariado, lívido esqueleto,
los fríos, largos y asquerosos brazos,
le enreda en tanto en apretados lazos,
y ávido le acaricia en su ansiedad:
Y con su boca cavernosa busca
la boca de Montemar, y a su mejilla
la árida. Descarnada y amarilla
junta y refriega repugnante faz.


Recomiendo su lectura este puente, aderezada con unos buñuelos y huesos de santo, por supuesto.

jueves, 25 de octubre de 2012

Oliver Twist

Tal vez Oliver Twist sea uno de los personajes más famosos de la literatura universal, un personaje que está en el imaginario colectivo de todos como el Quijote, Anna Karenina, Lolita o el jorobado de Notre Damme. Personajes, más conocidos por sus andanzas cinematográficas, televisivas o mercantilistas, que por habernos sumergido en la fuente de su origen: el libro. Por supuesto, me pasó con Oliver. Había visto versiones cinematográficas, el musical y escuchado mil referencias y alabanzas de su semblanza. Por fin, me acerqué al libro y me cautivó. Se puede decir que es la primera novela de Charles Dickens, que escribió en entregas, como era costumbre en la época, y que redactó a la vez que los Papeles póstumos del club Pickwick.


A la par que terminaba de leer las peripecias del pequeño huérfano, iba leyendo la biografía de referencia de Dickens, El observador solitario, de Peter Ayckroid, así que pude comprender cómo está escrita y el porqué el estilo del principio no tiene nada que ver con el final.

Oliver Twist se puede considerar una novela de juventud en su primera parte y una novela de madurez en la segunda mitad. Durante el periodo que duraron las entregas de esta universal historia, la propia historia personal de Dickens pasó de la felicidad casi absoluta (con matrimonio incluido) a la tristeza más profunda debido a la muerte de su cuñada, Mary Hoggarth, con apenas 16 años. Ambos estaban muy unidos y Mary pasaba largas temporadas en casa de su hermana y su cuñado. La adoración que él sentía por ella era más que evidente y su repentina muerte fue un revés muy duro para la familia Dickens y en especial para el escritor. Este punto de inflexión está presente en la novela, y Mary aparece claramente retratada en el personaje de Rose Maylie.

Así, la socarronería, los sarcasmos, el ritmo veloz y trepidante,  las anécdotas, incluso las dosis de comicidad de los primeros capítulos dejaron paso a un estilo más sosegado, grave, dramático. En los primeros capítulos, somos más conscientes del narrador, en la segunda parte, es más omnisciente. Con descripciones más elaboradas y personajes más lúgubres. De hecho, leer Oliver Twist constituye un proceso en sí mismo, lo cogemos con el ansia del niño al que le dan una piruleta, apenas nos da tiempo a saborearlo, queremos leer más y más, hasta que poco a poco, comenzamos a saborearlo, ya no tenemos tanta urgencia, no hay tanta intriga en su trama, ahora la clave es el disfrute, la templanza y la tristeza al saber que se nos acaba. La primera parte es como una serie de televisión, la última parte es como una película.

Pasados unos años de su publicación por entregas, Dickens volvió a revisar la obra para su edición como novela. Aún así, su estructura sigue sin ser perfecta y mantiene el impulso, la frescura y el ímpetu del escritor joven, novel. Tal vez en su imperfección radique su éxito y su leyenda, en este caso la pasión gana a la perfección.

lunes, 15 de octubre de 2012

Cine de verano

Fue uno de los momentos estrella del verano. Y todo gracias a unas vacaciones típicas de familia media española en las costas de Castellón; en uno de esos paseos inspeccionando las calles desconocidas de la localidad, buscando tiendas, restaurantes, etc. nos topamos con los carteles de CINE DE VERANO. Pero, cómo, ¿todavía existen los cines de verano en las pequeñas ciudades costeras de este país? Habrán pasado décadas, mis últimos recuerdos en un cine de verano en la playa se remontan a Dirty Dancing o Los Goonies. Ha llovido demasiado desde entonces, puff. Cuando vimos los carteles, lo primero que pensamos fue, nuestra hija tiene que vivir esta experiencia. Así que, cuando nos acercamos a la puerta del cine, ubicado en medio de todo el pueblo, rodeado de edificios con casas y balcones, fue una suerte que dos días después echaran la única peli de dibujos animados que no habíamos visto todavía: Madagascar 3. ¡¡Genial!!

Pues dos noches más tarde allí estábamos con nuestros bocadillos y patatas fritas y con la emoción que da la nostalgia a unos padres que se empeñan en rememorar con los hijos las esencias del pasado (como cuando les enseñas una cinta de casette o un teléfono de rueda). Por supuesto había una pequeña cola de gente esperando a que la taquilla abriera: el abuelo descamisado guardando el sitio a los nietos, la mujer estilosa de mediana edad de la capital, con su madre, muy digna ella con su nevera y un hijo de unos diez años preguntando si la película era en 3D, porque en el cartel lo ponía; la familia numerosa que todavía no se había quitado el bañador y las chanclas, pequeños grupos de preadolescentes..., vamos una pequeña representación de la fauna vacacional que habita estas poblaciones durante los meses de verano.

La taquilla era una ventanilla mínima en la pared, atendida por la típica señora mayor, por supuesto, y donde el ordenador y la caja registradora brillaban por su ausencia. Al entrar, era el marido el que cortaba las entradas y el hijo, el que repartía las sillas de plástico apiladas... Una vez dentro, cada grupo elegía el lugar donde colocar sus sillas; y lejos de crear una disposición caótica, era sorprendente ver el "cierto" orden no establecido que iba formando unas filas más o menos homogéneas. El bar al fondo, regentado por la abuela y la hija o nuera, a saber. El ambiente era relajado y distendido, tan propio del disfrute espontáneo, del ocio compartido. Y en aquel momento sentí la esencia del cine (en una era de iPads, y descargas solitarias) de ese momento en el que los albores del siglo XX, el cine llegaba a los más recónditos lugares de España en forma de compañía itinerante y se proyectaba en la plaza del pueblo donde cada vecino sacaba las sillas de su casa para disfrutar de una película en blanco y negro, posiblemente muda. De ese disfrute en verdadera comunión con el entorno, con la improvisada pantalla, con la ficción narrada.

Y el ritual comenzaba, comprando refresco en lata, palomitas en bolsas, mordiendo el bocadillo traído de casa. La entrada 5 euros, descanso de 5 minutos en mitad de la película y risas comunes de niños, ancianos, jóvenes, y padres de mediana edad. Y lo mejor, una experiencia de las que se disfrutan, por lo raro, exclusivo y sencillo a la vez, y porque mi hija siempre recuerda, que ella, Madagascar 3 la vio en el cine de verano, en la playa, como la cosa más excepcional del mundo.