lunes, 6 de agosto de 2012

Y David Chase creó la perfección



2007 fue el año en el que terminó una, por no decir, la mejor serie dramática de la televisión, Los Soprano. Por circunstancias de la vida y aplazamientos varios, no ha sido, hasta junio de 2012, cuando he terminado de verla. Sí, puede parecer mucho retraso, pero bueno, mejor tarde que nunca y al fin y al cabo, una obra maestra se convierte en algo atemporal, así que no importa mucho cuándo la veamos, ¿acaso no nos sigue fascinando El Padrino? Lo que ocurre es que a estas alturas ya se han escrito demasiadas críticas, reportajes, reseñas y hasta libros sobre Los Soprano. Para mí, esta serie es un ejemplo de cómo hacer las cosas bien, de cómo saltarse convencionalismos y correcciones políticas, algo que sólo puede estorbar en un proceso creativo. Sus capítulos son perfectos en cuanto al guión, la iluminación, la banda sonora, la realización y, por supuesto, la interpretación. Para mí, ha supuesto momentos absolutamente espeluznantes, emotivos, divertidos, emocionantes, angustiosos... Uno de mis favoritos, la escena del sofá en la que Adriana se confiesa a Christopher, me dejó literalmente pegada al sofá por su intensidad y por unas interpretaciones que merecen todos los premios posibles, en sí todo el capítulo es una oda a la narrativa audiovisual. Más de una noche me iba a la cama y las imágenes se repetían una y otra vez en mi cabeza y me dejaban una enorme desazón. Otro de mis momentos favoritos es la secuencia final que no desvelaré, pero cuyo montaje es de una absoluta maestría en el manejo del tiempo y la tensión narrativa. La escena, los planos, el tema musical y el momento final. ¡Sobervio!

La última temporada fue más intensa de lo habitual, fue como el canto del cisne que desplega su esplendor momentos antes de morir, el glorioso momento antes del final, antes de culminar una de las obras más perfectas que haya dado la televisión. Cada capítulo era una pequeña obra de arte donde lo malo y lo peor se unen para hundir nuestra confianza en las personas, para reflotarnos después con pequeños trazos de humanidad. Nunca como oposición, la grandeza, la dignidad, del honor, la nobleza o la magnanimidad iban al lado de la ruindad, la crueldad, la mezquindaz o la intolerancia. La vida misma, con unos personajes a los que amamos y odiamos a partes iguales, porque en ellos identificamos nuestra más profunda condición humana.

Sinceramente, creo que sólo se puede hablar con pasión de Los Soprano; sólo puedo defenderla fervientemente, aunque no fuese siempre fácil, sí que era imprescindible y necesaria. Dentro de unos años, la volveré a ver. Confío en que descubriré cosas nuevas, detalles sutiles que se me escaparon, nuevas genialidades de estructura narrativa o virtuosas pinceladas que le daban profundidad a una obra y unos personajes difíciles de olvidar.

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