lunes, 15 de octubre de 2012

Cine de verano

Fue uno de los momentos estrella del verano. Y todo gracias a unas vacaciones típicas de familia media española en las costas de Castellón; en uno de esos paseos inspeccionando las calles desconocidas de la localidad, buscando tiendas, restaurantes, etc. nos topamos con los carteles de CINE DE VERANO. Pero, cómo, ¿todavía existen los cines de verano en las pequeñas ciudades costeras de este país? Habrán pasado décadas, mis últimos recuerdos en un cine de verano en la playa se remontan a Dirty Dancing o Los Goonies. Ha llovido demasiado desde entonces, puff. Cuando vimos los carteles, lo primero que pensamos fue, nuestra hija tiene que vivir esta experiencia. Así que, cuando nos acercamos a la puerta del cine, ubicado en medio de todo el pueblo, rodeado de edificios con casas y balcones, fue una suerte que dos días después echaran la única peli de dibujos animados que no habíamos visto todavía: Madagascar 3. ¡¡Genial!!

Pues dos noches más tarde allí estábamos con nuestros bocadillos y patatas fritas y con la emoción que da la nostalgia a unos padres que se empeñan en rememorar con los hijos las esencias del pasado (como cuando les enseñas una cinta de casette o un teléfono de rueda). Por supuesto había una pequeña cola de gente esperando a que la taquilla abriera: el abuelo descamisado guardando el sitio a los nietos, la mujer estilosa de mediana edad de la capital, con su madre, muy digna ella con su nevera y un hijo de unos diez años preguntando si la película era en 3D, porque en el cartel lo ponía; la familia numerosa que todavía no se había quitado el bañador y las chanclas, pequeños grupos de preadolescentes..., vamos una pequeña representación de la fauna vacacional que habita estas poblaciones durante los meses de verano.

La taquilla era una ventanilla mínima en la pared, atendida por la típica señora mayor, por supuesto, y donde el ordenador y la caja registradora brillaban por su ausencia. Al entrar, era el marido el que cortaba las entradas y el hijo, el que repartía las sillas de plástico apiladas... Una vez dentro, cada grupo elegía el lugar donde colocar sus sillas; y lejos de crear una disposición caótica, era sorprendente ver el "cierto" orden no establecido que iba formando unas filas más o menos homogéneas. El bar al fondo, regentado por la abuela y la hija o nuera, a saber. El ambiente era relajado y distendido, tan propio del disfrute espontáneo, del ocio compartido. Y en aquel momento sentí la esencia del cine (en una era de iPads, y descargas solitarias) de ese momento en el que los albores del siglo XX, el cine llegaba a los más recónditos lugares de España en forma de compañía itinerante y se proyectaba en la plaza del pueblo donde cada vecino sacaba las sillas de su casa para disfrutar de una película en blanco y negro, posiblemente muda. De ese disfrute en verdadera comunión con el entorno, con la improvisada pantalla, con la ficción narrada.

Y el ritual comenzaba, comprando refresco en lata, palomitas en bolsas, mordiendo el bocadillo traído de casa. La entrada 5 euros, descanso de 5 minutos en mitad de la película y risas comunes de niños, ancianos, jóvenes, y padres de mediana edad. Y lo mejor, una experiencia de las que se disfrutan, por lo raro, exclusivo y sencillo a la vez, y porque mi hija siempre recuerda, que ella, Madagascar 3 la vio en el cine de verano, en la playa, como la cosa más excepcional del mundo.

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