domingo, 23 de febrero de 2014

Don Antonio



Antonio Machado, ese hombre de aspecto recio, que en su foto más conocida mantiene una mirada firme pero que se adivina dulce, murió tristemente, como lo hicieron muchos españoles en los años treinta huyendo del sinsentido de la guerra. Pobre, enfermo y exiliado, en un precioso pueblo francés, casi en la frontera con España. Machado, el hombre de aspecto inquebrantable, cruzó la frontera con el cuerpo y el alma quebrados. No pudo llegar más allá. Ayer se cumplieron los 75 años de su lamentable muerte y apenas se mencionó. Uno de los más grandes poetas en castellano no es recordado como lo que debería ser: una gloria nacional. En este país, de cultura del pelotazo, de alabar a los deportistas porque no son incómodos y encajan perfectamente en el mainstream, Machado no tiene cabida. Don Antonio se convierte así en metáfora, en sinécdoque de todo lo que este país merezca de vez en cuando la pena.

A Machado lo descubrí en el instituto, cuando estudiábamos la Generación del 98 (no sé si ahora se estudia), en la clase de literatura de COU con una de esas profesoras que te hacen amar la literatura. Concha era muy apasionada en su materia y sus clases eran fantásticas. Todavía conservo mi Antología Poética de Antonio Machado que me compré hace ya 22 años. El libro todavía conserva los subrayados a lápiz, cada vez más gastado con sus páginas amarillentas. Hace un año, lo volví a sacar, porque mi hija me habló de un poema de Machado que les había leído su profesora en clase. Yo le dije, vamos a buscarlo. Y releímos el viejo poema del niño que soñaba un caballo de cartón. Estuve en Colliure hace, no sé, casi 20 años. Nos llevó mi padre. Y estuvimos en la tumba de don Antonio, donde siempre hay flores, dedicatorias y poemas. Pensar en ello me emociona. Y me emociono cuando pienso en su Caminante y lo imagino caminando, junto a su anciana madre, haciendo un camino al andar, un camino desesperado, tan distante del vigor y la energía que le puso Serrat con su música (el mejor homenaje que se le pudo hacer jamás). Y me emociono al ver su foto en el lecho de muerte, donde el hombre que yace en la humilde cama, apenas es un reflejo de lo que Machado fue.

Pocos homenajes se le han hecho, por lo menos a lo grande. Pero estoy convencida que ha habido muchos pequeños, íntimos y muy sentidos. Yo el viernes asistí a uno. En la biblioteca del colegio de mi hija, antes de un cuentacuentos infantil. Una de las madres que se ocupa de forma altruista de la biblioteca, leyó un pequeño fragmento de uno de sus poemas para un grupo de niños que no pasaban de los seis años. Y ese pequeño homenaje sé que le hubiera encantado. Y ese pequeño acto, humilde pero muy sentido, hizo que amar la literatura tuviera sentido porque por un pequeño instante don Antonio estuvo allí.

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